Segunda Parte del estudio de Virginia de la Cruz Lichet "Más allá de la propia muerte. En torno al retrato fotográfico fúnebre" , publicado en el nº 154 de la publicación La balsa de la Medusa, que giraba en torno a las imágenes de la violencia en el arte contemporáneo. Dada
la extensión del mismo y, sobre todo, su calado, creemos que para
disfrutarlo plenamente los más conveniente es publicarlo en tres partes:
Más allá de la propia muerte. Parte I
Más allá de la propia muerte. Parte III
Más allá de la propia muerte. En torno al retrato fotográfico fúnebre, 2ª Parte
2. La muerte preparada: Fotografías de difuntos. Virxilio Vieitez como caso de estudio.
Virxilio Vieitez, fotógrafo gallego de Soutelo de Montes, retrató, entre sus muchos trabajos, difuntos tanto en el momento del velatorio como en el del entierro o incluso en el traslado del féretro de la casa al cementerio.
Resulta muy interesante este ejemplo ya que en el mundo gallego, donde permanecen numerosas creencias y ritos respecto a las diferentes etapas de la vida, existe una especial relación con la muerte y con todo lo que la rodea (creencias en seres, ánimas y remedios, por un lado, y, por otro, el rito funerario con sus respectivas etapas).
Prueba de ello es que la mayoría de las manifestaciones suelen ser almas difuntas que vuelven a este mundo en solitario o en grupo: es la llamada Santa Compaña. Aparecen, por lo general, para dar avisos de muerte; solicitar de los vivos que realicen misas para que puedan abandonar el Purgatorio o que cumplan aquellas promesas que no pudieron desempeñar en vida. Estas almas permanecen en un estado de suspensión, de indefinición entre la vida y la muerte mientras se decide su destino final. Por esta razón se procura que nada quede pendiente por parte del difunto en el mundo de los vivos. Más que la muerte en sí, es el temor a la sorpresa de su llegada la que incita la existencia de tantos ritos y ceremonias. Para ellos, una muerte prevista es “tener una boa morte” (16). Por esta razón la Compaña es tan importante puesto que se trata de una reunión de almas que avisan de aquellas defunciones más cercanas (17).
Resulta muy interesante este ejemplo ya que en el mundo gallego, donde permanecen numerosas creencias y ritos respecto a las diferentes etapas de la vida, existe una especial relación con la muerte y con todo lo que la rodea (creencias en seres, ánimas y remedios, por un lado, y, por otro, el rito funerario con sus respectivas etapas).
Prueba de ello es que la mayoría de las manifestaciones suelen ser almas difuntas que vuelven a este mundo en solitario o en grupo: es la llamada Santa Compaña. Aparecen, por lo general, para dar avisos de muerte; solicitar de los vivos que realicen misas para que puedan abandonar el Purgatorio o que cumplan aquellas promesas que no pudieron desempeñar en vida. Estas almas permanecen en un estado de suspensión, de indefinición entre la vida y la muerte mientras se decide su destino final. Por esta razón se procura que nada quede pendiente por parte del difunto en el mundo de los vivos. Más que la muerte en sí, es el temor a la sorpresa de su llegada la que incita la existencia de tantos ritos y ceremonias. Para ellos, una muerte prevista es “tener una boa morte” (16). Por esta razón la Compaña es tan importante puesto que se trata de una reunión de almas que avisan de aquellas defunciones más cercanas (17).
Pero además de todas estás creencias, el rito funerario también obliga a la ejecución de una serie de etapas necesarias para salvar y ayudar al alma a liberarse.
Así pues, desde la preparación del cuerpo existe una sucesión de fases que permiten no sólo socorrer al difunto, sino también a los vivos más cercanos que experimentan, en cierto modo, una especie de muerte en vida. En oposición a esas muertes instantáneas propiciadas por las guerras o los actos más violentos, están estas otras que procuran difuminar la violencia con la que la persona se ve enfrentada debido a la realidad y crudeza de los hechos. De esta manera aparecen, frente a los cuerpos desmembrados, otros rígidos, inmóviles, rebosantes de una aparente serenidad, en definitiva preparados para la contemplación. En vez de ver un cuerpo sucio, desnudo y abandonado, se observa un cadáver limpio y maquillado, vestido y rodeado de todos sus seres queridos, constituyéndose así el velatorio.
Así pues, desde la preparación del cuerpo existe una sucesión de fases que permiten no sólo socorrer al difunto, sino también a los vivos más cercanos que experimentan, en cierto modo, una especie de muerte en vida. En oposición a esas muertes instantáneas propiciadas por las guerras o los actos más violentos, están estas otras que procuran difuminar la violencia con la que la persona se ve enfrentada debido a la realidad y crudeza de los hechos. De esta manera aparecen, frente a los cuerpos desmembrados, otros rígidos, inmóviles, rebosantes de una aparente serenidad, en definitiva preparados para la contemplación. En vez de ver un cuerpo sucio, desnudo y abandonado, se observa un cadáver limpio y maquillado, vestido y rodeado de todos sus seres queridos, constituyéndose así el velatorio.
Durante esta etapa del rito, los familiares, de negro, permanecen alrededor del cuerpo día y noche hasta el momento del entierro. A lo largo del día, los vecinos van a dar el pésame a la familia y a rezar por el difunto. Mientras que por la noche sólo quedan algunos familiares. Debido a que la casa nunca debe quedar sola, las mujeres permanecen en ella rezando mientras los hombres preparan el entierro (18). El velatorio contribuye a la normalización de las tensiones generadas tanto en los individuos más directamente afectados como, en general, en el resto del grupo.
El conjunto de la colectividad penetra masivamente en la casa (19), lo que resulta bastante sorprendente ya que la casa es el lugar de la privacidad y los vecinos no son generalmente considerados como un elemento benéfico (mal de ojo), dando lugar a unos rituales de protección, de asimilación y de separación para purificar las entradas y proteger las salidas (es decir, los límites que separan el ámbito de lo privado y el de lo público) (20).
Por esta razón, Vieitez solía realizar la fotografía en el exterior. Es en este momento cuando el difunto está rodeado por más gente. Cuando se trata de un interior, el grupo que lo acompaña es mucho más reducido y, generalmente, compuesto por mujeres, niños y ancianos.
El conjunto de la colectividad penetra masivamente en la casa (19), lo que resulta bastante sorprendente ya que la casa es el lugar de la privacidad y los vecinos no son generalmente considerados como un elemento benéfico (mal de ojo), dando lugar a unos rituales de protección, de asimilación y de separación para purificar las entradas y proteger las salidas (es decir, los límites que separan el ámbito de lo privado y el de lo público) (20).
Por esta razón, Vieitez solía realizar la fotografía en el exterior. Es en este momento cuando el difunto está rodeado por más gente. Cuando se trata de un interior, el grupo que lo acompaña es mucho más reducido y, generalmente, compuesto por mujeres, niños y ancianos.
Durante el velatorio hay que destacar un momento particular que funciona como elemento de distensión: la broma al muerto. Es un intento de romper la posición vivo/difunto, presencia/ausencia. El miedo que pueda sentir el gallego ante el difunto se debilita al hacerlo partícipe en el mundo de los vivos, incorporándolo a uno de los momentos más vitales y pletóricos del ser humano: el juego (21).
Las imágenes de Vieitez permiten apreciar como la cultura gallega se enfrenta a la muerte. Se trata de superarla no a través del ocultamiento, sino a través de su exposición. Se convierte, por lo tanto, en algo público y extensible a los demás. Por esta razón en las fotografías aparece siempre un grupo de personas rodeando al difunto. La solemnidad del acto implica un decorado muy elaborado, compuesto por unas telas negras de fondo de las que cuelgan flores y, justo detrás del difunto, una mesita sobre la que se presenta una cruz y, en ocasiones, una fotografía en vida; además, flanqueando el ataúd, aparecen, por parejas, unos actores dispuestos de forma simétrica y rodeando al protagonista debidamente orientado, es decir mirando hacia la cámara y creando así un acentuado escorzo a la manera del Cristo de Mantegna.
A lo largo de los años, se puede ver cómo la colocación del cuerpo ha ido cambiando: en un primer momento el ataúd se disponía de forma transversal a la cámara, pero, poco a poco, se va girando de manera que quede longitudinalmente a ella provocando el ya citado brutal escorzo visual y una acentuada violencia dirigida hacia el sujeto-observador, testigo de los hechos.
Este cambio respecto a la colocación del cuerpo se puede constatar en ejemplos gallegos del s. XIX y principios del s.XX, como es el caso de alguna fotografía de J. Pintos o la de Bebé muerto con ojos semiabiertos de José Alonso (22) (el cadáver aparece dispuesto de forma transversal con respecto al espectador), frente a otros ejemplos, también gallegos, pero ya de los años cincuenta del siglo XX, muy similares en cuanto a composición a las imágenes de Vieitez.
La fotografía se muestra bajo una estructura muy simétrica, pero también presentando una serie de oposiciones tanto a través de un colorido basado en el contraste (el difunto va de blanco y el resto de negro, sobre todo en caso de niños y mujeres), como a través de la colocación del cuerpo sin vida orientado de forma totalmente opuesta a la de los presentes (longitudinal/transversal, pero también de pie/tumbado).
Pese a todo, si sólo observamos el rostro de cada uno de ellos, no existe mucha diferencia entre unos y otros, puesto que la inexpresividad llena la escena hasta el punto de confundirnos. En sus fotografías, Virxilio hace emanar, a través del tema pero, también, a través de la propia imagen, una atmósfera fría, una rigidez penetrante, como si la esencia del cadáver invadiese el entorno. A pesar de esta inexpresividad reinante, a veces sucede que alguno de los presentes mire violentamente al espectador, introduciéndole en aquel lugar, y anulando por completo la distancia que, como tal, tiene frente a la escena: ya ha atravesado el espejo.
Las imágenes de Vieitez permiten apreciar como la cultura gallega se enfrenta a la muerte. Se trata de superarla no a través del ocultamiento, sino a través de su exposición. Se convierte, por lo tanto, en algo público y extensible a los demás. Por esta razón en las fotografías aparece siempre un grupo de personas rodeando al difunto. La solemnidad del acto implica un decorado muy elaborado, compuesto por unas telas negras de fondo de las que cuelgan flores y, justo detrás del difunto, una mesita sobre la que se presenta una cruz y, en ocasiones, una fotografía en vida; además, flanqueando el ataúd, aparecen, por parejas, unos actores dispuestos de forma simétrica y rodeando al protagonista debidamente orientado, es decir mirando hacia la cámara y creando así un acentuado escorzo a la manera del Cristo de Mantegna.
A lo largo de los años, se puede ver cómo la colocación del cuerpo ha ido cambiando: en un primer momento el ataúd se disponía de forma transversal a la cámara, pero, poco a poco, se va girando de manera que quede longitudinalmente a ella provocando el ya citado brutal escorzo visual y una acentuada violencia dirigida hacia el sujeto-observador, testigo de los hechos.
Este cambio respecto a la colocación del cuerpo se puede constatar en ejemplos gallegos del s. XIX y principios del s.XX, como es el caso de alguna fotografía de J. Pintos o la de Bebé muerto con ojos semiabiertos de José Alonso (22) (el cadáver aparece dispuesto de forma transversal con respecto al espectador), frente a otros ejemplos, también gallegos, pero ya de los años cincuenta del siglo XX, muy similares en cuanto a composición a las imágenes de Vieitez.
La fotografía se muestra bajo una estructura muy simétrica, pero también presentando una serie de oposiciones tanto a través de un colorido basado en el contraste (el difunto va de blanco y el resto de negro, sobre todo en caso de niños y mujeres), como a través de la colocación del cuerpo sin vida orientado de forma totalmente opuesta a la de los presentes (longitudinal/transversal, pero también de pie/tumbado).
Pese a todo, si sólo observamos el rostro de cada uno de ellos, no existe mucha diferencia entre unos y otros, puesto que la inexpresividad llena la escena hasta el punto de confundirnos. En sus fotografías, Virxilio hace emanar, a través del tema pero, también, a través de la propia imagen, una atmósfera fría, una rigidez penetrante, como si la esencia del cadáver invadiese el entorno. A pesar de esta inexpresividad reinante, a veces sucede que alguno de los presentes mire violentamente al espectador, introduciéndole en aquel lugar, y anulando por completo la distancia que, como tal, tiene frente a la escena: ya ha atravesado el espejo.
Pero las imágenes más reveladoras son las de los niños muertos. Son aquellos que no han conseguido combatir la muerte. Se trata de algo mucho más trágico.
En estos casos no existe ningún elemento de distensión sino una ceremonia mucho más solemne, sentida, y, seguramente, más dolorosa y tierna a la vez. Las fotografías de estos niños tratan de conservar el momento de la muerte, como para dejarlo en suspensión, latente. Ya en el siglo XVIII, se pueden encontrar representaciones de infantes difuntos en la estatuaria funeraria. Cuando la fotografía reemplazó a la pintura en la segunda mitad del siglo XIX, la pose de los niños comenzó a variar: el cuerpo se mostraba ahora como un cadáver y no, como hasta entonces, sentado y vestido, con los ojos abiertos o semiabiertos; revelando así una forma de rechazo de la realidad.
En el caso de Vieitez, los niños aparecen en unos ataúdes cubiertos de pétalos, a la manera de una caja de muñecas, que solía disponerse sobre una mesa rodeada por otros niños, mostrándolo con una gran naturalidad y aceptando la muerte como tal. Precedido por las velas y la cruz, el cadáver irradia toda la escena de una luz intensa gracias a la primacía del color blanco, símbolo de pureza.
En general, todas las imágenes de Vieitez que tienen que ver con el velatorio se presentan mostrando una misma composición, destacando un encuadre mucho más cercano en el caso de niños o bebés, anulando así la distancia y violentando aún más al espectador. Para un mismo encargo, Vieitez solía sacar varias tomas que iban desde un primer plano hasta el conjunto de la sala para seleccionar a posteriori la imagen, recortarla y reencuadrarla centrando su composición en el ataúd (23).
En estos casos no existe ningún elemento de distensión sino una ceremonia mucho más solemne, sentida, y, seguramente, más dolorosa y tierna a la vez. Las fotografías de estos niños tratan de conservar el momento de la muerte, como para dejarlo en suspensión, latente. Ya en el siglo XVIII, se pueden encontrar representaciones de infantes difuntos en la estatuaria funeraria. Cuando la fotografía reemplazó a la pintura en la segunda mitad del siglo XIX, la pose de los niños comenzó a variar: el cuerpo se mostraba ahora como un cadáver y no, como hasta entonces, sentado y vestido, con los ojos abiertos o semiabiertos; revelando así una forma de rechazo de la realidad.
En el caso de Vieitez, los niños aparecen en unos ataúdes cubiertos de pétalos, a la manera de una caja de muñecas, que solía disponerse sobre una mesa rodeada por otros niños, mostrándolo con una gran naturalidad y aceptando la muerte como tal. Precedido por las velas y la cruz, el cadáver irradia toda la escena de una luz intensa gracias a la primacía del color blanco, símbolo de pureza.
En general, todas las imágenes de Vieitez que tienen que ver con el velatorio se presentan mostrando una misma composición, destacando un encuadre mucho más cercano en el caso de niños o bebés, anulando así la distancia y violentando aún más al espectador. Para un mismo encargo, Vieitez solía sacar varias tomas que iban desde un primer plano hasta el conjunto de la sala para seleccionar a posteriori la imagen, recortarla y reencuadrarla centrando su composición en el ataúd (23).
El velatorio es la etapa más importante del rito funerario. Por esa razón, la mayoría de las fotografías de difuntos suelen plasmar este momento, en el que fallecido y familiares aparecen reunidos en un espacio muy escénico y acotado. Sin embargo, existen otras etapas del rito, como la conducción del cuerpo al cementerio acompañado de toda una comitiva (estandartes de las hermandades, cruz parroquial con el clero, familiares y amigos), o el propio entierro. Es en estos dos momentos cuando se inician los prantos que resultan tan teatrales, intentando escenificar la muerte.
El pranto es espejo y presencia de esa unidad inseparable entre la vida y la muerte. Esta lamentación relata las buenas accionas del difunto y el vacío dejado por su pérdida, además de la terrible victoria de la muerte y el deseo de acompañar al difunto en su viaje. En cierto modo aquella es vivida como una negación, como ruptura de un equilibrio. El pranto es esencial ya que con él se alcanza la tensión máxima para luego llegar a un estado de agotamiento y tranquilidad. El dolor se hace público y así se consigue liberarse de él. El cuerpo social respalda ese desprendimiento difícil, dice Robert Castel, organizándolo a través de regulaciones colectivas (24).
En las fotografías de Vieitez se puede percibir la tensión emocional que producen esos instantes; tensión que se incrementa cuando un personaje en primer plano mira al espectador haciendo que éste, a través de su mirada, se vea guiado e, incluso, arrastrado irremediablemente hacia la escena, violentando su yo y anulando el perímetro de seguridad del que se suele rodear: pasa de una sensación sublime a otra terrorífica de la que no puede escapar.
El pranto es espejo y presencia de esa unidad inseparable entre la vida y la muerte. Esta lamentación relata las buenas accionas del difunto y el vacío dejado por su pérdida, además de la terrible victoria de la muerte y el deseo de acompañar al difunto en su viaje. En cierto modo aquella es vivida como una negación, como ruptura de un equilibrio. El pranto es esencial ya que con él se alcanza la tensión máxima para luego llegar a un estado de agotamiento y tranquilidad. El dolor se hace público y así se consigue liberarse de él. El cuerpo social respalda ese desprendimiento difícil, dice Robert Castel, organizándolo a través de regulaciones colectivas (24).
En las fotografías de Vieitez se puede percibir la tensión emocional que producen esos instantes; tensión que se incrementa cuando un personaje en primer plano mira al espectador haciendo que éste, a través de su mirada, se vea guiado e, incluso, arrastrado irremediablemente hacia la escena, violentando su yo y anulando el perímetro de seguridad del que se suele rodear: pasa de una sensación sublime a otra terrorífica de la que no puede escapar.
Pero en realidad, según palabras de Virxilio Vieitez, estas imágenes ya no tenían que ver con supersticiones ni creencias sino, más bien, con cuestiones mucho más crudas teniendo, según él, un valor de testamento visual y, en cierto modo, notarial ya que estaban selladas en la parte posterior y, supuestamente, realizadas con el fin de ser enviadas a los familiares emigrados en América.
Sin embargo a través de otros testimonios, estos casos eran bastante aislados. Cierto es que existían muchas familias emigradas pero, evidentemente, no era el caso de todas. Estas otras también requerían los servicios del fotógrafo cuando había defunciones, pero ya no con la misma intención. En algunos casos de fallecimiento de adultos y en la mayoría de los de niños y bebés, estas imágenes solían representar, para la familia, la última o incluso la única fotografía del fallecido. Por lo tanto, o bien por falta de tiempo (en el caso de los bebés), o bien por falta de medios (en el caso de adultos) al no poseer ningún retrato del difunto en vida, se procedía a realizarle uno antes del entierro, lo que conllevaba la irremediable y definitiva desaparición.
Parece ser que importaban poco las circunstancias en las que se tomaba la fotografía, primando el deseo de poseer una imagen de su rostro como recuerdo y como ayuda para el duelo. Como afirma Robert Castel
Sin embargo a través de otros testimonios, estos casos eran bastante aislados. Cierto es que existían muchas familias emigradas pero, evidentemente, no era el caso de todas. Estas otras también requerían los servicios del fotógrafo cuando había defunciones, pero ya no con la misma intención. En algunos casos de fallecimiento de adultos y en la mayoría de los de niños y bebés, estas imágenes solían representar, para la familia, la última o incluso la única fotografía del fallecido. Por lo tanto, o bien por falta de tiempo (en el caso de los bebés), o bien por falta de medios (en el caso de adultos) al no poseer ningún retrato del difunto en vida, se procedía a realizarle uno antes del entierro, lo que conllevaba la irremediable y definitiva desaparición.
Parece ser que importaban poco las circunstancias en las que se tomaba la fotografía, primando el deseo de poseer una imagen de su rostro como recuerdo y como ayuda para el duelo. Como afirma Robert Castel
“la fotografía no basta para el desprendimiento de la libido pero desempeña su papel al permitir al deudo vivir de ahora en adelante en el recuerdo, única manera de racionalizar la muerte, es decir de seguir viviendo. El aniquilamiento brutal y la descomposición del cuerpo han sido sustituidos por la eternidad congelada” (25).La fotografía funciona en cierto modo como una compensación, como dice Castel; ocupa así un lugar en un ceremonial que cumple su función social y constituye su último acto. Permite a la vez recordar y dar licencia para olvidar (26).
Tras todas estas etapas (velatorio, entierro, banquete) se procede a realizar el duelo. Los rituales de luto están asociados a un conjunto de creencias relativas al paso de la vida a la muerte, es decir al devenir de los difuntos y a las relaciones que hayan tenido o puedan tener aún con los vivos. Es una etapa de transición y de regulación. Se trata de volver a un cierto orden, a un equilibrio emocional brutalmente agredido (27).
Tras la descarga emocional del velatorio, se cae en una especie de parálisis vital. Con el duelo se pretende cambiar progresivamente la situación del desaparecido para llegar a aceptarlo como definitivamente ausente (28).
Freud lo define como una reacción a la pérdida de un ser amado que provoca un aislamiento del que realiza el duelo, una sensación de desinterés por el mundo exterior y la incapacidad de elegir un nuevo objeto amoroso. Para él,
Así pues, “el duelo mueve al yo a renunciar al objeto, comunicándole su muerte” (32). No obstante, en algunos casos, se produce la melancolía, esa ausencia vivida como carencia o mutilación. Uno pierde a uno mismo, un mundo de recuerdos y proyectos incumplidos. En este estado ve su propia muerte, una muerte simbólica, a la manera de una herida narcisista, y por eso la niega inconscientemente aunque se le imponga, creando a su vez una frustración que le conduce hacia ese estado melancólico.
Tras la descarga emocional del velatorio, se cae en una especie de parálisis vital. Con el duelo se pretende cambiar progresivamente la situación del desaparecido para llegar a aceptarlo como definitivamente ausente (28).
Freud lo define como una reacción a la pérdida de un ser amado que provoca un aislamiento del que realiza el duelo, una sensación de desinterés por el mundo exterior y la incapacidad de elegir un nuevo objeto amoroso. Para él,
“esta inhibición y restricción del yo es la expresión de su entrega total al duelo que no deja nada para otros propósitos” (29).Es una etapa en la que cada uno de los recuerdos y esperanzas que constituyen un punto de enlace de la libido con el objeto es sucesivamente despertado y sobrecargado, realizándose en él la sustracción de la libido (30). Para ello es necesario un cierto tiempo para “la realización detallada del mandato de la realidad y así devolver al yo la libertad de su libido” (31).
Así pues, “el duelo mueve al yo a renunciar al objeto, comunicándole su muerte” (32). No obstante, en algunos casos, se produce la melancolía, esa ausencia vivida como carencia o mutilación. Uno pierde a uno mismo, un mundo de recuerdos y proyectos incumplidos. En este estado ve su propia muerte, una muerte simbólica, a la manera de una herida narcisista, y por eso la niega inconscientemente aunque se le imponga, creando a su vez una frustración que le conduce hacia ese estado melancólico.
Todo esto, no hacia sino constatar cómo la realización de fotografías de difuntos era una tradición ya desde el siglo XIX. El carácter rural de estas imágenes desvela una práctica que no sólo se puede encontrar en Galicia (33) sino también en el resto de los pueblos de España.
Por otro lado, en Galicia, Vieitez no era un caso aislado sino que otros fotógrafos ambulantes, como él, realizaban este tipo de retratos, como podría ser el caso de Serafín García Cerviño en Moraña, Manuel Barreiro en Forcarei, o de otros, anónimos, que trabajaban en lugares como O Carballiño, etc.
Se trataba de una tradición que se iba practicando desde el siglo XIX y no sólo en pueblos sino también en ciudades (34). Así lo demuestran algunas fotografías de Francisco Zagala (1842-1908) (35) o de J. Pintos (1881-1967) (36), ambos en Pontevedra. En el caso de Zagala el tratamiento fotográfico de este tipo de imágenes también hace que se presenten, a veces, como un trabajo de estudio, reforzando el papel social que cumplían estas fotografías destinadas a los álbumes, pues muchas veces los familiares querían dar un aspecto natural (37): son rostros retocados.
Como declara Anne Moeglin-Delcroix:
Por otro lado, en Galicia, Vieitez no era un caso aislado sino que otros fotógrafos ambulantes, como él, realizaban este tipo de retratos, como podría ser el caso de Serafín García Cerviño en Moraña, Manuel Barreiro en Forcarei, o de otros, anónimos, que trabajaban en lugares como O Carballiño, etc.
Se trataba de una tradición que se iba practicando desde el siglo XIX y no sólo en pueblos sino también en ciudades (34). Así lo demuestran algunas fotografías de Francisco Zagala (1842-1908) (35) o de J. Pintos (1881-1967) (36), ambos en Pontevedra. En el caso de Zagala el tratamiento fotográfico de este tipo de imágenes también hace que se presenten, a veces, como un trabajo de estudio, reforzando el papel social que cumplían estas fotografías destinadas a los álbumes, pues muchas veces los familiares querían dar un aspecto natural (37): son rostros retocados.
Como declara Anne Moeglin-Delcroix:
“la photo d’un mort ne peut, par principe, offrir qu’un masque, jamais un portrait” (38).En una de sus fotografías de velatorio se muestra a una anciana difunta en una habitación labriega con un crucifijo sobre la cabecera de la cama y rodeada de familiares, quedando bastante distante de la escena el ojo del espectador aunque constatando ya la minuciosa y teatral colocación de los participantes (39).
Es probable que en estos ejemplos fuese el fotógrafo quien decidiera la puesta en escena. No obstante, en aquellos que fechan de mediados del siglo XX, y en particular en las imágenes de Vieitez, era la funeraria la que, dependiendo de los deseos de la familia, reconstruía el espacio destinado al velatorio, siendo en la mayoría de los casos muy similar. Aún así, Vieitez mantiene su originalidad a través del encuadre, la posición de la cámara y la colocación de los sujetos que rodean al difunto.
Por otro lado, existen también otras, tomadas en los cementerios en el momento del entierro como es el caso de Don Secundino no enterro dun neno (1945), de Barreiro, de Niño muerto, de Tino Martínez, o de Entierro de San Amaro, de Cancelo; o en el de las romerías, tal es el caso de La Romería de Fray Pedro (años 60), de Ferrol, o Resignación, de Manuel García Ferrer (40).
Por otro lado, existen también otras, tomadas en los cementerios en el momento del entierro como es el caso de Don Secundino no enterro dun neno (1945), de Barreiro, de Niño muerto, de Tino Martínez, o de Entierro de San Amaro, de Cancelo; o en el de las romerías, tal es el caso de La Romería de Fray Pedro (años 60), de Ferrol, o Resignación, de Manuel García Ferrer (40).
“La muerte aparece posiblemente con el ánimo de fijar el último momento de una persona, como una especie de ceremonia de adiós, convirtiéndose también así en la última foto o a veces, en el caso de los niños, en la primera y única foto a conservar. Como un sucedáneo de la memoria, el afán de conservar el recuerdo, huyendo del elemento trágico, hizo que en esta época hubiera un verdadero culto al retrato de los muertos, ya que se sentía la impresión de que el difunto siempre quedaría entre el mundo de los vivos” (41).
Notas:
16 VV.AA.: Gran Enciclopedia Gallega, tomo XXII, Santiago de Compostela, Silverio, 1974. p.12
17 Llinares García, M.: “As crenzas populares ó redor da morte” V e VI Semanas Galegas de Historia Morte e Sociedade no noroeste peninsular. Un percorrido pola Galicia cotoá, Noia, Asociación Galega de Historiadores, 1998, pp. 238-239.
18 Tenorio, N.: La aldea gallega, Barcelona, Bruguera, 1965, p. 102.
19 Bouzas, P. y Domelo, X.A.: Mitos, ritos y leyendas de Galicia. La magia del legado celta, Barcelona, Martínez Roca, 2000. p. 282.
20 Taboada Chivite, X.: Etnografía gallega, Vigo, Galaxia, 1972, pp. 103-116.
21 VV.AA.: Gran Enciclopedia Gallega, cit., pp. 13-14
22 Ambas fotografías se pueden encontrar en el Archivo Gráfico del Museo de Pontevedra
23 En los casos de bebés, he podido verificar este dato gracias a nos negativos que forman parte del Archivo Vieitez de fecha 1961. En ellos, aparecen cinco imágenes mostrando desde un primer plano hasta un plano general de la misma escena.
24 Castel, R.: “Imágenes y fantasmas. Exorcismo y sublimación”, en Un arte medio. Ensayo sobre los usos sociales de la fotografía, de Pierre Bourdieu, Barcelona, Gustavo Pili, p. 363.
25 Íbidem, p. 364.
26 Íbidem, p. 365.
27 Maisonneuve, J.: Ritos religiosos y civiles, Barcelona, Herder, 1991, pp. 55-56.
28 Castel, R.: Op. Cit., p. 363
29 Freud, S.: “Duelo y Melancolía”, en Obras completas, vol. 11, Barcelona, Orbis, 1988, p. 2092.
30 Íbidem, p. 2092
31 Íbidem, p. 2097
32 Íbidem, p. 2100
33 Región tomada como caso de estudio a través de la figura de Virxilio Vieitez, pero en ningún caso considerado como hecho aislado, sino todo lo contrario. Aunque sí hay que aclarar que el hecho de escoger la obra de Vieitez se debe al carácter único de ésta, a su brillantez, frescura, sencillez e inmediatez.
34 Es probable que esta tradición, que se solía practicar en las ciudades a finales del s. XIX y principios del s. XX, se popularizara, aunque tardíamente, y pasara a efectuarse en las zonas más rurales con los años.
35 “E. Zagala. Fotógrafo 1842-1908”, en Catálogo de Exposición, Pontevedra, Museo de Pontevedra, 1994.
36 “Pintos unha vida na fotografia. 1881-1967”, en Catálogo de Exposición, Museo de Pontevedra, Xuntaa de Galicia, Consellería de Educación e Cultura, Excma Diputación Provincial de Pontevedra, agosto de 1995.
37 Suárez Canal, X.L.: “Francisco Zagala: la fotografía al servicio de la sociedad”, en E. Zagala, Fotógrafo 1842-1908, Op.cit.
38 [La fotografía de un muerto no puede, por principio, más que ofrecer una máscara, nunca un retrato.] (Traducción de la autora). En Moeglin-Delcroix, A.: “Le profil mort de notre imperfection”, pp. 85-97, en La Recherche Photographique. Maison Europèenne de la Photographie, 11, diciembre 1991, París, Paris Audiovisual, revista semestral, p. 87.
39 Acuña, X.E.: “Pintos unha vida na fotografia. 1881-1967”, en op. Cit., p. 11.
40 Sobre estos fotógrafos, consultar: Ferrol, M.: Vivencias, A Coruña, Diputación Provincial de A Coruña, 2002, s/p. Rozados, F.: “Manuel Barreiro, Gardián de Nostalgias”, en Cotaredo, Revista cultural de Concello de Forcarei, I, 1998, p. 52. Sendón, M.: En Galiza nos 50. As agrupacións fotográfica, Vigo, Concello de Vigo, 1990, s/p.
41 Suárez Canal, X.L.: Op. Cit., s/p
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