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martes, noviembre 9

Viaje Póstumo, por Virginia de la Cruz Lichet


Portada de El retrato y la muerte.

Virginia de la Cruz Lichet
La fotografía post-mortem ha tenido una larga tradición. No es de extrañar que desde las civilizaciones más antiguas se haya entendido la muerte no como cesación sino como continuum de la vida bajo una nueva forma. La idea del traslado y, por lo tanto, de la aventura del viaje, que generalmente estaba relacionada con el agua, estuvo presente en muy distintas civilizaciones. Si bien estas almas viajaban de unos lugares a otros, deseando alcanzar un espacio mejor, sin sufrimiento, de complacencia absoluta. Las imágenes tomadas de los difuntos también se convierten en pequeñas embarcaciones que emprenden su propia aventura
 
El papel, como soporte del conjunto fotográfico, alberga la imagen final para transportarla de unas manos a otras. Pero se trata de un viaje introspectivo, lleno de incertidumbre y de emotividad.

Estas imágenes mostraban sobre todo a pequeños seres sentados en sillones junto con sus juguetes y con los ojos abiertos o incluso adormecidos sobre grandes almohadones a la manera de un profundo sueño. Los difuntos niños retratados develan una intensidad emotiva difícil de evitar. 
Todos estos niños simplemente se han sumergido en un viaje a la búsqueda de una aventura a otros mundos imaginarios. La muerte se convierte en un umbral que conduce hacia espacios mágicos.

A lo largo de su existencia la fotografía post-mortem tuvo diferentes tipologías, que respondían a su vez a la demanda de una sociedad que también iba evolucionando
En sus inicios, los pequeños daguerrotipos y tarjetas de visita colmaron las necesidades emotivas de una sociedad que requería conservar el único retrato de un ser querido. Todo lo que revelaba el verdadero estado del difunto debía ser eliminado, todo aquello que mostraba su falta de vida tenía que ser ocultado, creando unos simulacros que, en ocasiones, resultaban terroríficos
Esta tipología va cambiando a lo largo del siglo XIX. A finales de este siglo se deja de tomar esos primeros planos de los rostros apaciguados y se retrata el funeral con toda la pompa fúnebre a la manera de recordatorio del día fatídico.
La fotografía post-mortem gallega del siglo XX tiene un carácter híbrido; se anticipa con la figura de Maximino Reboredo, cuya obra se sitúa entre los años de 1890 y de 1899. 
En ellas se representa ya al difunto en su caixa, a la manera del Cristo de Mantegna, imponiéndose ante nuestra mirada escrutadora. El cadáver vestido con sus mejores galas y rodeado de objetos religiosos (tales como cirios en sus candelabros, pequeñas imágenes religiosas y composiciones florales), todo con ello con un fondo neutro (negro en el caso de los adultos y blanco en el de los niños) que delimita el espacio escenificado de la muerte y del reposo. 
En el caso de los niños, el carácter de recuerdo de un ser querido del que no se poseía ninguna imagen se mantiene, ya que en las zonas rurales no era habitual retratar a la familia, salvo en ocasiones especiales.
Las imágenes post-mortem tomadas por Maximino Reboredo preludian una modalidad de retrato fotográfico que tendrá un gran protagonismo en la Galicia del siglo XX
Sus retratos destacan por su frescura y naturalidad, rasgo característico de este tipo de imagen sobre todo en las zonas rurales donde las costumbres de antaño permanecen arraigadas hasta el último cuarto del siglo XX.
Por lo tanto, no es de extrañar que esta modalidad retratística se mantuviera hasta 1975

La cercanía que el espectador siente al observar un difunto tomado por Reboredo, la ternura con la que fotografiaba estos retratos de la intimidad, su mirada directa con que abordaba este tipo de retrato, hace que sus imágenes se conviertan en pequeños iconos de la muerte, pequeños anuncios recordatorios para el que no está allí para verlo y llorar la pérdida.

Tras él, numerosos fotógrafos repartidos por toda Galicia, como Pedro Brey, Ramón Caamaño, Virxilio Vieitez y muchos anónimos cubrieron las necesidades de una sociedad ansiosa por llenar con imágenes el vacío provocado por la pérdida vivida en las numerosas oleadas de emigrantes que abandonaban día a día las casas donde nacieron.
 
Maximino Reboredo falleció con solo veinticuatro años, truncando así una labor prometedora. Sin embargo, en sus siete u ocho años de producción fotográfica demostró ser un hombre activo cuyas imágenes establecieron un lenguaje propio de la fotografía post-mortem gallega caracterizada por ser muy directa y natural y donde el fotógrafo adquiere el estatus de antropólogo visual autóctono.
La fotografía póstuma se convierte poco a poco en un nuevo artefacto del propio rito funerario, rito que engloba toda una serie de preguntas alrededor del Más Allá habitado por las ánimas en pena, que mantienen una relación estrecha con los vivos. De la misma forma, la imagen también permite ese contacto entre ambos a la manera de umbral metafísico.

Estos retratos maravillosos para quienes los encargaban no solo tenían esa función de recuerdo, sino que también fueron realizadas para emprender un viaje hacia América Latina donde eran recibidas con entusiasmo y tristeza por los familiares emigrados. Encargados como testimonio y prueba irrefutable del acontecimiento, emprendían un viaje a través del charco, trasladando una costumbre del propio rito funerario. La propia imagen se convierte en un emigrante más que acaba por integrarse en la sociedad latinoamericana hasta formar parte íntegra de ella.
Las fotografías post-mortem latinoamericanas y las españolas mantienen una relación estrecha entre ambas, una similitud formal sorprendente que quizás tenga que ver con las creencias religiosas, con el imaginario colectivo del Más Allá donde se mezclan las cristianas con otras de carácter pagano u autóctono. Tal vez este puente escatológico que une ambos continentes a la manera del puente del purgatorio por donde han de pasar las almas para alcanzar la visión celestial, y gracias a las fotografías póstumas que viajaban sin cesar de un lado a otro en buena parte del siglo XX, se ha convertido en un lazo de unión y comunión emocional necesaria en la distancia. 

No es de extrañar que las alcobas de las casas labriegas gallegas de principios del siglo XX estuvieran decoradas con imágenes de los familiares emigrados junto con la de los fallecidos. En definitiva, ambos habían emprendido un viaje en la distancia, manteniendo al que se quedaba a la espera de su propia muerte.

Viaje Póstumo, 
de Virginia de la Cruz Lichet
Viaje Póstumo se publica por primera vez en la revista Cuarto Oscuro nº 87




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