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martes, diciembre 28

La tradición de la fotografía post-mortem. Galicia como caso de estudio, por Virginia de la Cruz Lichet

La idea del retrato post-mortem ha estado muy presente en la tradición de representación occidental, teniendo mucho que ver con las creencias en torno a la muerte y al Más Allá que configuran un imaginario colectivo y conducen a unas actitudes determinadas del hombre frente a la muerte; creencia que recrean un espacio y un mundo paralelo al terrenal. 

En la tradición cristiana, de la que el mundo gallego forma parte (y el occidental en su conjunto), la idea del Más Allá ha ido evolucionando a lo largo de la historia

La antigua actitud donde la muerte era, a la vez, familiar y próxima, se opone completamente a la que hoy en día conocemos y nos atemoriza. Es lo que Philippe Ariés denomina la mort appivoisée(1) que se podría entender como la muerte más civilizada (domesticada) oponiéndose a aquella otra entendida como violenta y salvaje. Por lo tanto, este adiestramiento del hombre permite, en cierto modo, la coexistencia entre vivos y muertos, favoreciendo esa cercanía casi natural entre ambos.

  1. Introducción: la tradición del retrato fotográfico post-mortem

La tradición del retrato fotográfico post-mortem se remonta a los inicios de la fotografía. De la misma manera que ésta heredó de la pintura la tradición retratística, esta modalidad también se incorporó instintivamente a la labor del fotógrafo decimonónico que supo resolver tanto los problemas técnicos como los referentes al tipo de imagen. 
Estos pequeños espejitos que eran los daguerrotipos revelaban, a la manera de fantasmagorías, la imagen de un recuerdo ya eclipsado pero siempre presente en la memoria. Este memento mori grabado en la mente significaba un umbral objetualizado, casi fetichizado para el que se quedaba a la espera de poder emprender su propio viaje
Por lo tanto desde los primeros daguerrotipos hasta las gelatinas de revelado químico, los retratos post-mortem han formado parte de la Historia de la Fotografía(2). Existen testimonios de los propios operarios que describen con gran acierto la dificultad que había a la hora de tomar este tipo de imagen no sólo desde el punto de vista técnico, sino también físico:

     Ponga el cuerpo en el sofá; haga que los conocidos arreglen la cabeza y los hombros lo más aproximado posible a como estaba en vida, después cortésmente solicite que abandonen la habitación. […] Acerque el sofá donde está el cuerpo lo más cerca posible de la esquina, alzarlo en una posición sedente, y reforzarlo firmemente, utilizando como fondo un tejido gris. […] Arregle las cortinas para utilizar la parte superior de las ventanas, permitiendo que entre la luz con más intensidad, pero algo más suave por un lado que por el otro para aclarar la sombra correctamente, girando el rostro ligeramente hacia la luz más intensa pudiendo producir un efecto de sombra delicado si es deseable. Coloque su cámara fotográfica frente al cuerpo a los pies del sofá, tenga su placa lista, y […] abra los ojos usando el mango de una cucharilla […] obteniendo así una cara tan natural como en vida. El retoque apropiado disipará la inexpresividad y la mirada fija. (Philadelphia Photographer, vol. 10, 1877, pp. 200-201).

Este ejemplo testimonial de la segunda mitad del siglo XIX, da cuenta de estas limitaciones, en ocasiones, difíciles de solventar. No obstante, el tipo de representación que se corresponde con esta modalidad conoce una evolución a lo largo de un siglo y medio, coincidiendo con los cambios de mentalidad y de actitud del hombre frente a la muerte.

En sus inicios, los pequeños daguerrotipos y tarjetas de visita colmaron las necesidades emotivas de una sociedad que requería conservar el único retrato de un ser querido. Todo lo que revelaba el verdadero estado del difunto debía ser eliminado, todo aquello que mostraba su falta de vida tenía que ser ocultado, creando unos simulacros que, en ocasiones, resultaban terroríficos. Estas imágenes mostraban sobre todo a pequeños individuos, sentados en sillones junto con sus juguetes, con los ojos abiertos; o incluso adormecidos sobre grandes almohadones: a la manera de un sueño profundo.

     Teníamos que salir entonces más de lo que lo hacemos ahora. […] La manera que tuve para hacerlos vestir y colocarlos [a los cuerpos] en el sofá, era sólo dejándolos como si estuvieran dormidos. (Philadelphia Photographer, vol. X, nº 117, septiembre de 1873, pp. 279-280)

Los difuntos niños retratados desvelan una intensidad emotiva difícil de evitar, pero que dan sentido a este tipo de imágenes. Todos estos niños se convirtieron en pequeñas Alicias carrollianas, que simplemente se había sumergido en un viaje a la búsqueda de una aventura onírica en otros mundos imaginarios. La muerte se convertía entonces en un umbral que conducía hacia espacios mágicos. 

Es evidente que en un primer momento la sociedad intentaba disfrazar la realidad del hecho en la forma de representar estos pequeños retratos, como atestiguaron los propios fotógrafos:

     Si el cuerpo está en el ataúd, todavía puede ser fotografiado, aunque no sea del todo conveniente, ni con resultados tan buenos. El ataúd debe ser colocado cerca de una ventana, y la cabeza situada en la misma posición que sobre la mesa. Es de una importancia considerable que el ataúd no aparezca en la fotografía, y debe ser cubierto alrededor de los bordes por un trozo de paño de color, un mantón, o cualquier tejido que lo oculte de la visión. (The Photographic and Fine Art Journal, vol. 8, nº 3, marzo de 1855)

En definitiva, a lo largo del siglo XIX se pueden apreciar unos cambios sustanciales en el tipo de representación, coincidiendo, a la vez, con las mejoras técnicas y la democratización de la imagen fotográfica, que favoreció el que en cada familia hubiera la posibilidad de poseer varios retratos de los seres queridos.  

Es a finales de este siglo, cuando se deja de tomar esos primeros planos de los rostros apaciguados, y se retrata el funeral con toda la pompa característica, a la manera de recordatorio del día fatídico. Aparecen por lo tanto ataúdes, bellas composiciones florales que lo ocupan todo, anulando incluso el protagonismo del modelo.



    2. Uso y función de la fotografía post-mortem en Galicia (1890-1975)(3)


Si bien el retrato fotográfico post-mortem gallego se inserta en la tradición retratística occidental y cristiana, también mantiene un carácter propio que lo hace particularmente interesante.   
La gran producción de este tipo de imágenes que, por otro lado, se mantiene aún dentro del ámbito de lo privado, demuestra la importancia que tuvo (en particular en los núcleos rurales muy tradicionales), convirtiéndose en un elemento fundamental dentro del propio rito funerario; pero cuyo significado podía ser múltiple y complejo ya que poseía varias funciones dependiendo del uso al que iba destinado. 

Para poder tener una visión de conjunto se ha tomado como caso de estudio la obra de tres fotógrafos que representan tres momentos diferentes (1890-1899, 1924-1948 y 1955-1965) y, por lo tanto, permiten constatar los elementos que se mantienen y aquellos que evolucionan a lo largo de casi un siglo en el que se dio esta práctica(4).


     2.1. Maximino Reboredo (1890-1899).


La fotografía post-mortem gallega del siglo XX tiene, en su conjunto, un carácter híbrido que ya se anticipa con la figura de Maximino Reboredo, cuya obra se sitúa entre los años de 1890 y de 1899
Si bien otros fotógrafos como Pintos o Zagala se mantuvieron dentro de la tradición, la obra de Maximino Reboredo anticipa, en cierto modo, el tipo de representación característico del siglo XX, aunque con variantes en función del momento y del fotógrafo. 

En sus retratos, Reboredo representa al difunto en su caixa, a la manera del Cristo de Mantenga, imponiéndose ante nuestra mirada escrutadora. El conjunto integrado por el cadáver vestido con sus mejores galas, por los objetos religiosos (tales como cirios en sus candelabros, pequeñas imágenes religiosas y composiciones florales) que rodeaban al difunto, y por un fondo neutro (negro en el caso de los adultos y blanco en el de los niños) delimita el espacio escenificado de la muerte y del reposo. En el caso de los niños, el carácter de recuerdo de un ser querido del que no se poseía ninguna imagen se mantiene, ya que en las zonas rurales no era habitual retratar a la familia, salvo en ocasiones especiales.

Sus retratos destacan por su frescura y naturalidad, rasgo característico de este tipo de imagen, sobre todo en las zonas rurales donde las costumbres de antaño permanecen arraigadas hasta el último cuarto del siglo XX. 

Por lo tanto, no es de extrañar que esta modalidad retratística se mantuviera hasta 1975, tal y como atestigua Manuel Barreiro, fotógrafo de la parroquia de Forcarei

La cercanía que el espectador siente al observar un difuntiño tomado por Reboredo, la ternura con la que fotografiaba estos retratos de la intimidad, su mirada directa con que abordaba este tipo de representación, hace que sus imágenes se conviertan en pequeños iconos de la muerte, pequeños anuncios-recordatorios para el que no está allí para verlo y llorar la pérdida.

Desgraciadamente, Maximino Reboredo falleció con sólo veinticuatro años, truncando así una labor prometedora. Sin embargo, en sus siete u ocho años de producción fotográfica, demostró ser un hombre activo cuyas imágenes establecieron un lenguaje propio de la fotografía post-mortem gallega, caracterizada por ser muy directa y natural, y donde el fotógrafo adquiere el estatus de antropólogo visual autóctono. 

La fotografía póstuma se convierte, poco a poco, en un nuevo artefacto del propio rito funerario; rito que engloba toda una serie de creencias alrededor del Más Allá habitado por las ánimas en pena, que mantienen una relación estrecha con los vivos. De la misma forma, la imagen también permite ese contacto entre ambos a la manera de umbral metafísico.


     2.2 Ramón Caamaño (1924-1948) y Virxilio Vieitez (1955-1965)


Tras él, numerosos fotógrafos repartidos por toda Galicia como Pedro Brey, Ramón Caamaño, Rainiero Fernández, Virxilio Vieitez (y muchos otros, incluidos los anónimos) cubrieron las necesidades de una sociedad ansiosa por llenar con imágenes el vacío provocado por la pérdida, abandono que ya habían vivido con las numerosas oleadas de emigrantes que se ausentaban, día a día, de las casas donde nacieron. Estos fotógrafos repitieron a su vez los mismos puntos de vista, los mismos encuadres, aunque siempre añadiendo su propio toque personal.


Aunque se repetían las mismas tipologías, respondiendo a la tradición de representación, Ramón Caamaño introduce una novedad al retratar al difunto solo y con una vista frontal, pero ligeramente ladeada

El hecho de que Virxilio Vieitez incluya otras figuras en la imagen le otorga un carácter de documento testimonial de las prácticas del rito funerario en la Galicia de los años sesenta

Sin embargo, Caamaño procura acercarse más al difunto y, por lo tanto, acercar también al espectador, marcando puntos de vista novedosos. Quizás sus retratos tienen un carácter mucho más íntimo y construyen un espacio delimitado por el soporte fotográfico; un lugar aislado, creado, exclusivamente, para el sujeto-observador y, sobre todo, entre éste y el sujeto-observado. 

Hay que tener en cuenta que Caamaño pertenece a una generación anterior a la de Vieitez, y es por esto que en el caso de aquél, es probable que fuese el fotógrafo quien decidiera la puesta en escena. No obstante, en aquellos retratos fechados a mediados del siglo XX, y en particular en las imágenes de Vieitez, era la funeraria la que, dependiendo de los deseos de la familia, reconstruía el espacio destinado al velatorio, lo que favorecía unos decorados, en muchos casos, repetitivos. Aún así, Vieitez mantiene su originalidad a través del encuadre, la posición de la cámara y la colocación de los sujetos que rodean al difunto, pero también en su método de trabajo, tomando desde un primer plano hasta planos generales, con el difunto solo y acompañado; es decir, elaborando un álbum póstumo sin saberlo.

A lo largo de los años se puede advertir cómo la colocación del cuerpo ha ido cambiando: en un primer momento el ataúd se disponía de forma transversal a la cámara, pero, poco a poco, se va girando, de manera que éste quedara longitudinalmente a ella, provocando el, ya citado, brutal escorzo visual y una acentuada violencia dirigida hacia el sujeto-observador, testigo de los hechos. 

Este cambio respecto a la colocación del cuerpo se puede constatar en ejemplos gallegos de finales del XIX y principios del XX, como es el caso de alguna fotografía de J. Pintos o la de bebé muerto con ojos semiabiertos de José Alonso (5) (donde el cadáver aparece dispuesto de forma transversal con respecto al espectador), frente a otros ejemplos, también gallegos, pero ya de mediados del siglo XX, muy similares (en cuanto a composición) a las imágenes de Vieitez, como es el caso de algunos retratos de difuntos de José Moreira, especialmente el de niños como el de Nena Morta

Además de estos cambios hay que destacar que, según se avanza en el tiempo, los retratos póstumos suelen representarse de forma más natural y directa gracias a un encuadre mucho más cercano y a un punto de vista casi cenital.

La fotografía se muestra, por lo general, bajo una composición muy simétrica en la que subyacen elementos de contraste como es el caso del colorido que compone la imagen, ya que el difunto va de blanco y el resto de negro (sobre todo en el caso de niños y mujeres); la colocación del cuerpo, orientado a la inversa con respecto a la de los presentes, marca unas líneas verticales que chocan con la única línea horizontal y en escorzo, integrada por la figura del muerto, acentuando así esos espacios delimitados que configuran el ámbito de la vida frente al de la muerte (de pie/tumbado). 
 Pese a todo, resulta difícil distinguir entre el rostro del difunto y el de los vivos, puesto que la inexpresividad llena la escena hasta el punto de confundirnos.

En estas imágenes, estos fotógrafos hacen emanar a través del tema, pero también, a través de la propia imagen, una atmósfera fría, una rigidez penetrante, como si la esencia del cadáver invadiese el entorno. La imagen en sí se muestra con toda su fuerza del mismo modo que la visión directa de un cadáver.
    

     3. A modo de conclusión: significado y función



Estos retratos maravillosos para quienes los encargaban no sólo tenían esa función de recuerdo, sino que también fueron realizadas para emprender un viaje hacia Latinoamérica, donde eran recibidas con entusiasmo y tristeza por los familiares emigrados. 
Encargados como testimonio y prueba irrefutable del acontecimiento, emprendían un viaje a través del charco, trasladando así la costumbre del rito funerario. La propia imagen se convierte en un emigrante más que acaba por integrarse en la sociedad Latinoamericana hasta formar parte íntegra de ella.

La fotografía, al igual que los registros parroquiales o las honras fúnebres, se convierte en un documento notarial de la defunción, dando fe del hecho acaecido e informando a los familiares que no podían desplazarse

Sin embargo, existían otras funciones añadidas como la de documentar el rito funerario para que así el emigrado, que también había participado en los costes del funeral, pudiera ver lo bonito que había quedado todo, además de conservar un retrato del propio difunto. 
De igual manera, el coste de la fotografía justificaba que, además de la instantánea tomada al fallecido, se aprovechara la ocasión para representar a otros miembros de la familia alejados de la zona (ocasión considerada como única). 
La fotografía se convierte en un instrumento de unión del grupo disgregado; en un vínculo, como lo denomina Bourdieu, entre los emigrados y el grupo de origen mediante el intercambio de retratos que da cuenta de las transformaciones por las que transitan los conjuntos familiares diseminados.

De acuerdo con esto, la inclusión del adulto, por ejemplo, en la fotografía de un angelito sirve como referencia para dotar de identidad al pequeño. Como también, el álbum de fotos da cuenta de la historia familiar al hilvanar a los individuos y los grupos, valiéndose de su participación en los grandes acontecimientos, haciendo que la edad del progenitor o hermano que acompaña al cadáver se convierta en el hito temporal que permite ubicarlo en la historia, reforzando así la integración de la familia, al expresar tanto su existencia como su apego a aquellos momentos claves de la vida social de ésta, como los bautizos, las bodas y los funerales. 
No hay que olvidar que desde sus inicios, además de retratar al difunto aislado, también era habitual, en el caso de los bebés, que los padres sostuvieran a sus pequeños difuntos entres sus brazos manteniendo ese intento de ocultamiento característico de los primeros años:

     Si se toma un retrato de un niño, debe de estar situado en las rodillas de su madre, y tomarlo de la manera más habitual, con una luz oblicua, representándolo dormido. Si se trata de un niño mayor, puede estar situado sobre una mesa, con la cabeza hacia la luz, ligeramente levantado, y en diagonal con respecto a la ventana. (The Photographic and Fine Art Journal, vol. 8, nº3, marzo de 1885)

Las fotografías que han llegado hasta nosotros no son un producto artístico autónomo del fotógrafo, sino que surgen de la voluntad y la necesidad de la familia, de una negociación entre las expresiones simbólicas del rito, establecidas por la tradición, y los valores artísticos del retratista, marcados por la moda, por su sensibilidad individual y por la técnica. 

En este sentido, la presencia del fotógrafo, a la vez que es necesaria e imprescindible para cumplir acabadamente con el ritual, introduce un elemento de tensión puesto que el grupo necesita de la fotografía para seguir adelante con la ceremonia; y para ello debe someterse a los dictámenes de un individuo ajeno, alguien que puede entender su significado pero no participa de él. Por su parte, el fotógrafo acepta el cargo, cobra por él, y poco a poco se perfecciona en los retratos de difuntos, dominando la técnica y estableciendo su propio estilo.

En teoría, si el objeto de la visión espiritual es una imagen, sus representaciones figuradas, como afirma Schmitt, deben ser entendidas como imágenes de imágenes

En Galicia, creencias, supersticiones y costumbres en torno a la muerte configuran un imaginario colectivo del Más Allá donde los difuntos adquieren un nuevo estatus social, manteniéndose partícipes en todo aquello que atañe a la comunidad y a su familia. 

El medio de comunicación más habitual es el de las apariciones, entendidas éstas como una imagen del difunto, una suerte de alucinación visual que, por otra parte, resulta muy real. De algún modo, se podría interpretar la imagen fotográfica como una suerte de aparición, pero no ya intangible, sino como la última visión palpable para el vivo y que tiene lugar durante el velatorio: fotografiar al difunto permitía reiterar una y otra vez la misma visión, a la manera de una aparición. 
La fotografía se convertía entonces en la presencia de un cuerpo ya ausente, en una imagen de imágenes, en una aparición deseada y objetualizada. Asimismo, el retrato post-mortem se convierte en un artefacto fabricado durante el rito funerario con el fin de mantenerse como testigo y huella del que fue y ya no es; del que estuvo y ya no está, pero que sigue estando mediante una ilusión visual.

Acta de la conferencia que Virginia de la Cruz Lichet ofreció en el Tercer Congreso de Historia de la Fotografía celebrado en el Photomuseum de Zarautz.

Notas:


1 El primer capítulo de la publicación de Ariés está integramente dedicado aeste concepto, pp. 17-31


2 Si bien esta modalidad de retrato fue muy abundante, todavía hoy se desconoce gran parte de este material ya que permanece en archivos privados y ha sido poco estudiado.


3 Quisiera agradecer la amabilidad de Keta Vieitez, Chete Pose y Julio Reboredo Pazos por facilitarme el acceso al Archivo Vieitez, al Archivo Caamaño y al Archivo Reboredo respectivamente. Además quisiera mostrar mi especial gratitud a Chete, del Archivo Caamaño, y a Julio Reboredo “Cheta”, de la colección Maximino Reboredo, quienes me han facilitado el material gráfico aquí publicado y muy especialmente a este último por las facilidades que he tenido para trabajar con dicho material y por su predisposición, además de su interés por favorecer la investigación.


4 Existe un gran número de fotógrafos y de archivos privados en toda la comunidad gallega. Sin embargo estos ejemplos, además de ser representativos de tres momentos diferentes y tres zonas distintas (Lugo, A Coruña e interior de las provincias de Orense y Pontevedra), son de una gran calidad fotográfica. Hay que tener en cuenta que una característica común de todos ellos fue la dificultad de tener un material adecuado para trabajar. En el caso de Caamaño, éste tuvo una Brownie-Kodak de foto fija que no enfocaba. Reboredo se tuvo que enfrentar con la dificultad de trabajar con placas de vidrio y lo que ello significaba a la hora de desplazarse de un sitio a otro. Vieitez, a pesar de vivir en una época más fácil técnicamente hablando, empezó con una cámara muy sencilla de formato 6x9 y como él dice “a mí nadie me regaló nada”. Desgraciadamente, sólo es posible publicar imágenes de Ramón Caamaño y de Maximino Reboredo ya que las de Vieitez no están autorizadas para su publicación.


5 Ambas fotografías se pueden encontrar en el Archivo Gráfico del Museo de Pontevedra.

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