Visita a la
colección Meana Larrucea en el piso 25 de Torre Iberdrola. Acceso restringido,
se requiere invitación.
Parte
de la colección de la familia Meana Larrucea se exhibe en una de las plantas de
la Torre Iberdrola,
exposición comisariada por Guillermo Paneque y a la que realizamos una visita
en fechas recientes. Por el título del post, ya habrán advertido que la
experiencia no tiene parangón; esta es la acelerada crónica de nuestro paso por
la misma.
Antes
de acceder a los ascensores que te llevarán a la inexpugnable sala de
exposiciones el invitado debe pasar por todo el proceso de acreditación (cita
concertada telefónicamente, obligatoria la presentación de la invitación con
código de barras, DNI, identificación visible y paso por el arco de seguridad).
Parafernalia de seguridad que resulta un tanto chocante al ser gestionada por
una bandada de azafatas con capa verde, peculiar uniforme que les da un aspecto
cercano a películas serie B de superhéroes remixturado con duendecillo de parque infantil. Gran
despliegue de dispositivos y de imaginación para acoger a un público que,
mayoritariamente, es de edad avanzada y pequeño accionista de la compañía.
Al
desembarcar en el piso 25 te recibe un apresurado (y estresado) maestro de
ceremonias que comienza la visita con el obligado reconocimiento a la labor de
la familia Meana Larrucea por haber reunido “una de las mejores colecciones privadas de Europa” (en publicidad
se admite la exageración).
Cumplido el prolegómeno, lo que nos resta es sufrir
un tour a la japonesa en la que todos los invitados nos vemos obligados a
arremolinarnos en torno a las obras decididas por el guía para escuchar
explicaciones un tanto confusas creadas para un público al que se le presupone
una gran ignorancia.
Y entre disculpas del maestro de ceremonias “es que esto es arte moderno” y la
señorita alta y de humor escaso que se ocupa de “sigan al grupo, no se detengan” transicionamos por este vía crucis
de 4 estaciones:
- Primera
estación: “La habitación cerrada” de Dora García o cómo convencer al respetable
de los nuevos parámetros en la compra-venta de arte.
- Segunda
estación: el espacio en el que se ubican las piezas de Kosuth, Uriarte y
Baldessari. O la imposibilidad de explicar el arte conceptual en 5 minutos.
- Tercera
estación: “Dos centinelas en suelo óptico” de Juan Muñoz, parada que finaliza
con un entusiasta “¿Quién quiere pisar
una obra de arte?” proferida por el guía. Momento que aprovechamos para
deslizarnos a la retaguardia del grupo por temor a que nos arrojaran alpiste.
- Última
estación: un Basterretxea, que no vimos.
Entre
estación y estación y conminaciones de “no
se separen del grupo” creímos adivinar obra de Paul Graham, Rauschenberg,
Garaicoa o Espaliú. Pero podemos equivocarnos. Y de ahí, corriendo, corriendo
(como el conejo blanco de Alicia) a los ascensores.
En
resumen, una invitación rodeada de atrezzo Fort Knox/enanito de jardín para no
ver una colección y cuyo objetivo se nos escapa. Una experiencia descortés y
vacía, con escaso respeto hacia la obra y el visitante. Eso sí, contentos de
haber experimentado una nueva I+D+i en el mundo del arte: la patochada
Iberdrola.